Preparación

09.12.2022

Desde que mis padres enfermaron, cada año comencé a notar más al anciano seguir una rutina física envidiable para los jóvenes de mi edad, volviéndose más fuerte, más ágil, más rápido. Era un modelo para nosotros, a contracorriente de cualquier regla de la naturaleza; su ir y venir maratónico parecía estar diseñado para demostrarle a la muerte su vitalidad, como en un juego que se le fue de las manos por su feroz competitividad.

Para cuando dejé el colegio, el anciano era un fenómeno a nivel nacional. El pueblo, en cambio, cada vez se silenciaba más frente a sus logros. Por la fuerza de la costumbre, que lo hayan tenido de antes que el resto o, Dios no lo permita, cansancio, ya nadie lo acompañaba en sus salidas. El viejito era vanidoso, yo lo sabía, y eso lo afectaba, pero su programa de entrenamiento parecía funcionar demasiado bien como para modificarlo, así que se quedó. Lo que era un séquito de alaridos tras su estela dejaba paso a una admiración callada por parte de una sola persona, no obstante incondicional. Uno a uno, mis antiguos compañeros de estudios fueron mudándose a la ciudad mientras yo me quedaba solo, cuidando a mis padres cada vez más enfermos, que de ninguna manera ya podía reconocer como los mismos que corrían a mi lado cuando aprendí a andar en bicicleta.

Si por coincidencia pasaba, nos saludábamos a la distancia, solo un pequeño asentimiento de que ambos éramos personas. Sin un grupo detrás, era incapaz de dirigirle la palabra siquiera; obnubilado por la idea de su sabiduría, no tenía cómo llegar a él. Mientras mayores eran las fronteras que superaba, más crecía mi convencimiento de que el viejito había obtenido un secreto que iba mucho más allá de su alimentación y ejercicio, el cual no llegué a descubrir a tiempo.

Al correr la noticia, hombres y mujeres de todo el mundo venían a visitarlo para comprobar su existencia y aprender de él. Los primeros años cobraba la entrada, improvisaba seminarios sobre superación espiritual que eran una copia de oradores y gurúes previos y contemporáneos; luego, solo le bastó con la compañía, porque al mismo ritmo que la gente llegaba también se marchaba, decepcionada, como si hubieran presenciado una farsa. La gente creía lo que quería creer hasta el momento del ataque cardíaco, el derrame cerebral, los niños que cruzan la calle sin mirar a ambos lados.

En cuestión de dos meses, me convertí en un huérfano. Mis padres me dejaron uno después del otro en un sueño sin lucha. Causas naturales. Así que tuve que conseguir un trabajo. No hubo nada de natural en ello. Las opciones en un lugar tan pequeño para un joven sin educación eran mínimas: podía trabajar para la Iglesia o en el cementerio municipal, y Dios sabe que ya había visto mucho de ese terreno por una vida.

Transcurrió un tiempo de adiestramiento para ambas partes porque, si bien era nominalmente miembro de la comunidad cristiana, la experiencia de contar con laicos trabajando a tiempo completo y recibiendo un salario por su labor era nueva para ellos. El Padre fue muy amable: me consiguió un catre, libros para que continuara mis estudios y ropa proveniente de las colectas quincenales. Mientras, la casa de mis padres era utilizada para todo tipo de reuniones: juventud cristiana, Alcohólicos Anónimos, grupos de apoyo para personas con enfermedades terminales y de duelo para sus seres queridos.

Durante esta época mi atención por el viejo se intensificó como nunca antes y pude notar que sus carreras se volvían microscópicamente más lentas. Así, atisbé por primera vez que su camino podía tener un fin, aun cuando todavía no hubiera descubierto su utilidad, qué lo llevaba a seguir viviendo con tanta voracidad. Decidí que, si en vida no podía ser su siervo, me prepararía para la muerte de este hombre con todo el conocimiento posible. Compré ropa negra, camisas y zapatos de vestir. Fui creciendo y cambiando los talles hasta que uno me quedó, siempre imposibilitado de romper el silencio al que me llevaba mi adoración de escalas bíblicas. Mientras él aparecía en revistas que resaltaban sus atributos y pasaba las noches con mujeres décadas más jóvenes que se ilusionaban con mantener su lozanía por medio de su sexo, yo me informaba de todas las prácticas, desde la Extremaunción hasta la Última Encomendación y el Adiós.

Pronto, detenido a media carrera, carente de una adecuada respiración, el viejo debía de fingir que todo era como siempre por sobre unos ojos fijos y bien abiertos, mirando para atrás con una boca, nunca cerrada, que confundí por asombro. Disfrazaba esos deslices de extenuación con cordones desatados, con la admiración de un paisaje del que ya conocía hasta su mínima brizna y evitaba hablar a toda costa porque su voz se quebraba con extrema facilidad. A esta altura, su vida y mi vida no eran tan disímiles y estuve más cerca de comprender. Yo tuve hijos que crecieron lejos de mí al sentir la distancia que provocaba mi búsqueda de la manera para cuidarlos más tiempo. Casi lo pude ver. Y aún así, era inevitable.

Muertos sus seguidores, su noticia tenía las suficientes características del mito como para dejarse de comprobar su veracidad. Si nada había que pudiera aprender de él, al ver que sus paseos eran cada vez más cortos, con movimientos más débiles y forzados, la culpa, lástima e impotencia me buscaban por no encontrar algo que decirle ni aun en estos momentos finales. El viejo ya caminaba solo por su cuadra, sus pasos eran pasos rígidos e imperceptibles, apenas acreedores de su nominación.

Debió de recordar sus zancadas en las épocas de mi adolescencia cuando se detuvo por última vez, con la brutal honestidad para consigo mismo que le dieron los años, que le dijo que, aunque quisiera, ni músculos ni corazón funcionarían hoy, y fue comprensivo y no dijo nada que no haya dicho antes. No dijo nada. Simplemente, finalmente, aceptó.

Solo entonces pude entender la verdad.

***

El día del velorio, la capacidad de la sala, lejos de estar llena, abundaba en asientos que eran ocupados por tu progenie y solo algunos curiosos que llegaron a enterarse a tiempo de este momento histórico. Estuve preparándome la mayor parte de mi vida para este momento. Sabía cada paso del proceso, sus razones e historia. Pasé de poder recitar inútilmente todo el servicio del Padre, muerto hace medio siglo, a poder recitar inútilmente el del Padre que le siguió, a poder recitar bajo mi aliento el del Padre que ahora parado enfrente nuestro lo estaba diciendo: en esencia, todos eran iguales.

Nada de eso importó. Con la renovada ambición que provoca el término de tu existencia antes que su continuación, las miradas de cada hombre, mujer y niño estaban encima mío, reclamándome una explicación como el discípulo que ven y nunca fui, gravitando hacia mi órbita planes que ya no tenían sentido con un peso tal que quebraban mi bastón. Sé que no he sido la causa, tu proceso ya había empezado con anterioridad, ¿cómo podrían saberlo si no estaban vivos aún? Pero la acusación era tan exacta como la que merecería. La comparación es la que daña: Ahora tus nietos podrían ser mis nietos, y son mucho más benévolos en juzgarme como tu verdugo que como tu sombra. Así, fue tan adecuado su desdén mientras insistía en llevar tu féretro como luego verme físicamente incapaz de levantar una de sus manijas.

Nadie sabe tu edad. Los registros de tu nacimiento no son claros, afortunadamente, porque de serlo te cremarían, no por tu voluntad, sino por temor a brujería. Podrías haberte detenido antes, siempre fue tu decisión. Yo solo estaría feliz por haberme librado y no confirmar nunca mis sospechas de que el terror que sentías era tan grande que en tu vida solo buscabas eludir a la muerte. Pero no. Fuiste un idiota que solo me dejó con el conocimiento de lo que me sucederá hasta el próximo mes. Yo no tengo miedo. Fue lo único que te llegué a decir, y solo te reíste como si tuviera gracia con tu última exhalación. Ahora los dos estamos muertos y no podría ser más triste.