La pérdida de identidad en dos obras de la comarca rioplatense

20.12.2022

En el primer párrafo de Onetti: los procesos de construcción del relato leemos sobre La vida breve: "las primeras lecturas separan con nitidez los dos planos: un relato situado ficticiamente en 'la realidad' (Buenos Aires) y en el personaje Brausen, quien segrega o contiene, (...) 'la ficción', cuyo teatro es Santa María y el personaje Díaz Grey" (Ludmer, 1977). Y así, como también de otra manera lo hará El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza, se explorará el sentido de la ficción en oposición respecto a la realidad.

En El desierto y su semilla (1998) ya la búsqueda de una identidad perdida se puede ver desde la historia real que envuelve la ficción. Jorge Barón Biza lleva al límite las transgresiones del género autobiográfico con esta historia que escribe como si fuera la de otro poniendo en su lugar al narrador Mario Gageac en un relato en el que: "lo vivido y lo ficticio se entremezclan en una trama que desborda el acontecimiento biográfico" (Boero, 2008, p.21). Realizado esto con procedimientos que van de lo paratextual a los juegos con el nombre propio y las fuentes detalladas al final de la obra, lo que, de acuerdo a María Soledad Boero, produce un distanciamiento con la materia objeto de narración, posibilidad que se confirma al dejar el sentimentalismo afuera de los hechos en una descripción pura.

La distancia producida entre los planos de la historia de Juan María Brausen es distinta. Primero separado, de forma quizá hasta preferible, por el Río de La Plata, la niebla y la diferencia entre ciudades tan distintas como Buenos Aires y Santa María, Brausen busca reducir cada vez más esa distancia hasta anularla y, en el trayecto, anularse a sí mismo.

La propuesta es que la pérdida de identidad termina por matar, tanto literal como literariamente, a los protagonistas (Brausen y Eligia) de estas dos obras. Respecto a El desierto y su semilla, la pérdida de identidad se da por extensión también en el narrador, el hijo de Eligia, quien acompaña a su madre durante todo el proceso de reconstrucción de su rostro por causa del ataque con vitriolo sufrido por su padre, y tiene serios problemas para poder encontrarle sentido a esta situación, prefiriendo una vía de escape como el alcohol.

Al decir de María Soledad Boero: "ante la visión permanente de la caída, de la pérdida del rostro de su madre [...] podemos suponer que el narrador experimenta su propia pérdida, su propio vacío" (Boero, 2008, p. 23). Dice el narrador: "[...] más adelante supe cómo la imposibilidad de ver metáforas en su carne se convertía para mí en imposibilidad de pensar metáforas para mis sentimientos" (Barón Biza, 2013, p. 33). La situación en la que se encuentra Mario es "el fin de las metáforas", una imposibilidad que lo anula ya desde la juventud en que comienza su narración. Finalmente, dice Boero: "la desfiguración del rostro de la madre provoca la desintegración de la voz que narra y su inevitable ausencia de sentidos figurados para describir lo irracional de ese rostro" (Boero, 2008, p. 29).

A Mario le cuesta tanto admitir la conexión con su madre, a la que en gran parte de la obra la llama, simplemente, Eligia (luego dirá, al final de la obra, "tendría que empezar a llamarla 'madre', o algo así como 'mamá'; en realidad, es por ahí por donde empiezan todos"), como la que tiene con su padre: dos de las relaciones centrales en la vida de cualquier ser humano para afianzar la propia identidad.

Se puede trazar un paralelo entre la mutilación que ha sufrido Eligia con la de Gertrudis que, si bien menor en comparación, conduce a la degradación de la pareja e inicia el camino de obsesión que lleva a Juan María Brausen a su propia desaparición literaria en su alter ego, Juan María Arce, quien es violento, sórdido y que hace todo lo que el protagonista no podría hacer del otro lado de la pared de su departamento y, más especialmente, en Díaz Grey. Es el quiebre de esa primera simetría (la ablación de mama [d1] [A2] de Gertrudis) lo que inicia el espiral de decadencia que es la vida de Brausen: "yo había desaparecido el día impreciso en que se concluyó mi amor por Gertrudis; subsistía en la doble vida secreta de Arce y del médico de provincias" (Onetti, 2007, p.184).

Son dos (y hasta tres) mundos con distintas leyes, que nunca se superponen totalmente, los que la creación de Díaz Grey y de Arce por Brausen genera. La alteración entre la primera persona y la tercera, y la presencia cada vez más persistente del mundo de Díaz Grey, incluso después de que su motivación inicial (la creación de un guion para cine) se ha desvanecido, son las herramientas que van a reducir la figura de Brausen a la nada literaria. Dice Juan María Brausen:

Estuve en casa todas las horas posibles, contemplando el aire gris, el charco de agua que crecía junto al balcón mal cerrado, sintiendo cómo la soledad iba extendiéndose dulcemente hasta el momento en que me obligaría a mirarme, aislado, desnudo y sin distracción, en que me ordenaría actuar y convertirme mediante la acción en cualquier otro, en un tal vez definitivo Arce (Onetti, 2007, p. 284).

Ya Rodríguez Monegal lo expresa cuando habla de la existencia degradada de Brausen, en la que la fascinación por ese mundo otro, del que busca zafarse de las responsabilidades inherentes, comienza a ocupar un lugar cada vez mayor hasta ocuparlo todo, lo que se expresa en el mismo texto: "esto es lo que yo buscaba desde el principio, desde la muerte del hombre que vivió cinco años con Gertrudis; ser libre, ser irresponsable frente a los demás, conquistarme sin esfuerzo en una verdadera soledad" (Onetti, 2007, p. 391). Soledad que, a su vez, ya se había prefijado en la primera novela de Onetti como necesidad de escritura: El pozo, primera novela que habla de la incapacidad de comunicación y el aislamiento e inicia un trayecto de personajes que a menudo se identifican con la autodestrucción y la espera de fuerzas externas que lleven a la redención y el movimiento, las que nunca llegarán de esa manera en que se espera.

Los personajes de Onetti son, según Ángel Rama, "seres inverosímiles que por momentos se parecen o se emparentan con seres reales, pero son, ante todo, invenciones de un novelista" (Rama, 1967, p. 71). Esto lo intensifica Onetti en La vida breve, al utilizarlo en un doble nivel de crear al hacedor[d3] Brausen hasta llegar a un punto culmen cuando, finalmente, la realidad comienza a imitar al arte.

Si bien hay una idea de salvación a través de la escritura en Onetti, la que Barón Biza utiliza para darle a su dolor una cualidad diferente en el distanciamiento, para Brausen esta termina siendo la perdición. Primero sucede con Arce (de quien se podría decir que Brausen "escribe" al crearlo como un alter ego) cuando la violencia de ese otro mundo lo empuja a volver a lo que es y nunca dejó de ser, y, luego, con el mundo imaginario de Santa María y el médico Díaz Grey, quien funciona como la vía de escape que finalmente será permanente al concluir el libro con su presencia. La vida breve es una escritura sobre la escritura y, en ella, sobre lo que se crea y anula en ese proceso.

Dice Rodríguez Monegal: "lo que hace Onetti es mostrar a su personaje inventando primero un doble y luego un mundo paralelo, al que ingresarán él y su doble" (Rodríguez Monegal, 1979) y, en esa mostración, tanto lo construye como lo destruye. Brausen cada vez pierde más su lugar y, en ese final, ya Brausen no existe. La pregunta: "este no es Brausen ¿Con quién tengo el honor de beber?" (Onetti, 2007, p. 332), es pista de ello.

De acuerdo a Saer, si Rimbaud dice "Yo es otro", Onetti responde que el yo puede transformarse en muchos otros, que las identidades son siempre múltiples. La significativa diferencia, sigue Saer, es que en la novela de Onetti "Yo" no es el sujeto real Brausen ni sus sucesivas encarnaciones meras proyecciones imaginarias, sino solo uno de los tramos fragmentarios posibles en esa especie de continuidad fluida con que la novela organiza ese complejo material y mental en el interior del cual lo que nos representamos como real coexiste en un pie de igualdad con lo que sabemos imaginario (Saer, 2000). Este es un tipo de despersonalización que llega incluso hasta el propio autor, personaje en la novela.

La fragmentación, especialmente la del cuerpo, es uno de los temas centrales que La vida breve (1950) y El desierto y su semilla (1998)comparten: "desmenuzaba con el ojo la piel quemada hasta llegar a fragmentos tan pequeños que en ellos se perdía el sentido humano de lo que ocurría" (Barón Biza, 2013, p. 34), dice Mario y, en este sentido, de forma fragmentaria es como las dos series, la del rostro y la del yo que lo narra y pierde su subjetividad, se articulan.

Los intentos de Mario por dar una figura a eso que es la exposición de un vacío llevarán últimamente a ese yo fracturado que ya no puede ver de otra manera: "me acostumbré a mirar fragmentos de ella" (Barón Biza, 2013, p. 195) manifiesta, refiriéndose a Dina. Este tipo de visión también aparece en Onetti, la fragmentación del cuerpo de Gertrudis, vista por los ojos del ginecólogo, la deserotizan y convierten en el objeto que, aunque se intente concebir lo contrario, dejará de ser amado: "los ojos, mirando a Gertrudis, hartos hasta el fin de la vida de observar entrepiernas, pliegues, combas, blanduras, lugares comunes, anormalidades" (Onetti, 2007, p. 28).

En Onetti hay una escritura en continua expansión, pero, a su vez, replegada en su autorreferencialidad. Considerando la categoría de saga en la escritura de Onetti podemos ver que esta remite en un juego de identidad y diferencia siempre a otra escritura. Este sería el punto de fuga de la saga, una identidad que nunca está completa, en la que siempre hay una trama mayor, y las duplicidades, Miriam y Mami, Gertrudis y Raquel, los departamentos confirman esa idea de bisinidem. Por otra parte, entrando en las construcciones, Brausen/Arce y Díaz Grey/Lagos son contrapuntos en los que se expresan los deseos de lo que no se puede ser: "el sueño permite realizar en el terreno imaginario los deseos que han sido frustrados o todavía no han podido cumplirse en la vida cotidiana" (Rama, 1967, p. 84).

Todas las duplicidades llevan a la desaparición del hombre cuando se rompen y, por otro lado, ya desde Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), la lección es que negar la dualidad produce efectos seriamente adversos. Por ende, trabajamos con un complejo sistema de equilibrios en el que la identidad se vuelve una configuración ciertamente sensible y en peligro de inestabilidad permanente.

Esa idea de Sartre de que la cara, a cierta altura, es una construcción personal resuena, al tener una persona que oculta justamente su cara en la de otro, en sus historias hasta que en el final de la novela esté ese otro, Díaz Grey, como protagonista. También esta es la intención de Jorge Barón Biza al convertirse en Mario Gageac: Al modificar un rostro (y aquí, aunque podríamos, no estamos hablando del de Eligia) se modifica un destino y esto es válido para ambas novelas.

"El sentido de narrar la propia historia proviene de la necesidad de dotar [...] de un nombre a aquello que previamente carecía de él" (Saítta, 1998, p. 185). Lo que, según Sylvia Saítta, confirma que la novela narra dos procesos de reconstrucción: el de la cara de la madre y, de forma implícita, el de la fracturada subjetividad del hijo. Ese distanciamiento, a su vez, sin monólogo interior, sin ninguna psicología profunda, se puede ver como parte de esa necesidad de reconstruir la propia identidad. Dice Saítta que es en ese intento fallido de dar cuenta del "paisaje de dolor" que es la cara de Eligia donde el narrador busca reconocerse a sí mismo. La novela fuerza los límites de la escritura al transfigurar colores, formas y asociar con elementos abióticos como rocas, ruinas, huecos, el desierto; lo que termina últimamente por mostrar la imposibilidad del reconocimiento y la reconstrucción.

Todo el relato cuenta el proceso de reconstrucción de ese rostro sin el cual ninguna identidad es posible y eso lo podemos ver en como la voz de la madre es apenas oída, sus pensamientos nunca expresados y solo por el final de su proceso reconstructivo es que un buen párrafo de diálogo se le atribuye a la figura de Eligia cuando le pide a Mario que le recupere de los archivos de la universidad una conferencia que había dictado cuando era joven. Es decir, el único momento en que ella tiene realmente voz (más allá de unas cortas frases) es para buscar una conexión con el pasado, previo a su accidente. Es de mencionar también que, cuando habla de Arón, Eligia nunca lo hace con odio o resentimiento, como si omitiera al causante de la ecuación de su vida desde ese momento.

En este sentido, la veracidad de los hechos pierde relevancia y aparece la ficción como posibilidad para construir la propia identidad. Siguiendo a María Soledad Boero, aquí la escritura es una posibilidad de reconstrucción de una identidad que se había anulado de sentido en el momento que el ataque del padre a la madre dejó una marca tan grande, en que la destrucción y reconstrucción del rostro materno ocupa tanto espacio. El rostro cae y, con él, un conjunto de atributos susceptibles a una identidad.

Es no solo en la cara de Eligia, sino las otras descripciones de los pastiches, las iglesias y de la superposición de siglos en el cementerio del cuerpo de Dina y especialmente de El jurista, de Giuseppe Arcimboldi en que la idea de un organismo desecho y la pérdida del carácter humano de la cara toma una presencia tal que presiona hacia preguntarnos: ¿hasta qué punto la cara representa un alma? La fragmentación de rostros en frutas, animales, verduras, libros, sin componente humano da una idea de algo que se asemeja a lo humano, pero a la vez no lo es. Lo que genera un distanciamiento mayor, y es ese cocoliche globalizado, la deformación sintáctica del lenguaje para dar cuenta del discurso de la otredad y que le permite escribirse como autre con estas estrategias de figuración y desfiguración del lenguaje, así como su carácter existencial en la reunión de dos voces lo que transfigura esa idea en el papel: una escritura siempre extranjera, siempre distante.

"Un hombre no hará nada si no se olvida de sí mismo" (Onetti, 2007, p. 216), Brausen, equivocado, toma este consejo. Él siente placer en golpear una prostituta, quiere ser Artl y cae en una nueva rutina; Brausen crea a Elena Sala, mujer joven y seductora, para acostarse con ella y termina convirtiéndola en morfinómana. Esas mujeres -diferentes, pero iguales- presentan la situación: Brausen busca ser otro. Se libera, crea y se equivoca al perderse en su imaginación, una fantasía que no lo deja escaparse de problemas ni sufrimientos y que lo termina poseyendo.

En cierto sentido, podemos ver el caso opuesto en Eligia. Es de considerar que no fue en los momentos de reconstrucción de su rostro, sino al percibir la imposibilidad de representación que Eligia se decide por el suicidio. Su motivación se transluce desde el momento, dice Daniel Link, en que escucha las palabras de una vieja que habla una especie de pancriollo (por lo que, irónicamente, no representa a nadie en particular), momento en el que Eligia no ve cómo podrá comprender a esa mujer y a todos los que son y sienten como ella, no sería su reflejo en ningún sentido. Una conclusión provisoria podría ser que, mientras una es la historia de la destrucción de una identidad, la otra es la de la reconstrucción fallida de dos.

"El fracaso por comprenderlo me ata a él" (Barón Biza, 2013, p. 217). El fracaso de Mario en comprender a su padre y diferenciarse de él lo lleva a repetir la historia con Dina y, sin pensarlo, usar su navaja para cortarle la piel hasta el hueso. Mario tiene que quedarse en el departamento de Arón por carecer de lugar propio lo que, a pesar del narrador, tiene un sentido metafórico. Dice Sylvia Saítta que Mario se acerca a la figura de su padre siempre de un modo desviado, al intentar aprehenderlo desde sus escritos, y es también en la similitud que encuentra con el cuadro de Arcimboldi que esto asoma, una desviación que se concluye con la idea de que los cuadros, de los que el padre de Sandie habla con tanta certeza, son casi todos falsos.

Como dice Sandie, Mario tiene un Edipo mal resuelto, sí, pero no de la manera clásica sino uno invertido y caótico, en el cual es el padre quien ciega (o lo intenta) a la madre y se suicida; es la madre la que termina tomando el mismo camino y es el hijo quien termina perdido, fragmentado y con una cadena que lo tironea hacia el vacío. Asimismo, una interpretación de La vida breve ronda en que su temática central es la muerte: si a lo largo de la novela se busca negar el mundo con la imaginación y la ficción, estas son entrevistas, la salvación se vuelve imposible y el resultado es, finalmente, la muerte. La intención de juntar realidad y ficción fracasa, ya que la pretensión de Brausen de llegar con Ernesto a Santa María, aun cuando llegue, significará el final de su historia.

Algo que decir también hay del final de La vida breve, con un Díaz Grey disfrazado de torero, quizá una figura de recursividad en que la historia, de forma paródica, vuelve a empezar, pero es un tema que preferiría dejar en forma de interrogante para próximos trabajos. El caso de la obra de Barón Biza tiene sus similitudes que van mucho más allá de las diferencias: donde Brausen imagina, Gageac describe, cuando Brausen figura, Gaceac compara, pero esto es solo superficial: ambos personajes buscan escaparse de algo, una vida mediocre y rutinaria llena de responsabilidades uno, la inexpresividad del desierto; el otro ("la idea de lo caótico es más tolerable que lo desértico", dice Mario) y en ese escape no lograrán reencontrarse con ellos mismos.

Por último, a pesar de su final (que uno está tentado a extender biográficamente a la muerte del propio autor) es El desierto y su semilla quien lleva el mensaje más positivo, a no ser al menos como lección moral: "si no amas, la cara del otro se convierte en bisteca, en algo temible" (Barón Biza, 2013, p. 192). Poco después de ese momento Mario, después de comerse el suculento bife de la tía de Dina, ve por primera vez el cuerpo de Dina en su totalidad y piensa en que su existencia depende de alguna manera de él para no desaparecer: "Su existencia contingente, que necesita de nuestro testimonio para no desaparecer (...) No me sentí cómodo" (Barón Biza, 2013, p. 195). Por todo lo que ha pasado y de lo que hemos mencionado que no se sienta "cómodo" con esa situación es un eufemismo y es solo lógico que termine por quebrar esa totalidad que, tristemente, finalmente había reconocido, al menos por un momento, como belleza.

Bibliografía:

Avaro, N. (2013). Prólogo a El desierto y su semilla. Eterna Cadencia Editora.

Barón Biza, J. (2013). El desierto y su semilla. Eterna Cadencia Editora.

Boero, M. S. (2008). "Sobre rostros caídos. La construcción de una estética en El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza". Cartaphilus (3), pp. 20-30. https://revistas.um.es/cartaphilus/article/view/23441/22701.

Gigena, M. M. (2003). Prólogo a Onetti/La fundación imaginada. La parodia del autor en la saga de Santa María de Roberto Ferro. Alción Editora.

Link, D. (2001). "Un Edipo demasiado grande". Radar (s.n), p. 12.

Ludmer, J. (1977). Onetti: los procesos de construcción del relato. Sudamericana.

Onetti, J. C. (2007). La vida breve. Punto de Lectura.

Onetti, J. C. y Rama, Á. (1967). El pozo: Origen de un novelista y de una generación literaria. Arca.

Rodríguez Monegal, E. (1979). Prólogo a Obras Completas de Juan Carlos Onetti. Aguilar.

Saer, J. J. (2000). "La rebeldía del derrotado". En: Suplemento Cultura y Nación, s.p. https://edisciplinas.usp.br/pluginfile.php/3867939/mod_resource/content/1/La%20rebeld%C3%ADa%20del%20derrotado%20Saer%20sobre%20Onetti.pdf.

Saítta, S. (1998). "El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza o el derecho de escribir". Entrepasados, 7(14), pp. 185-196.


Este artículo fue publicado por la revista Bitácora Invisible, vol. 2 en octubre de 2021.