Primer capítulo: Ellos

09.09.2022

El primer día que escuché las risas fue raro. Había hecho cosas ridículas antes. Más ridículas. Pero esto último pareció gustarles, era más acorde a su humor.

De chico pensaba que los espectadores vivían en los espejos y que la primera fila sería el del baño grande de esa casa, un espejo enorme y ya entonces antiguo. Encastrado a la pared frente a la bacha, bajo su base comenzaba la losa de la bañera. Cuando me atrevía a mirarme de cerca hacía figuras en la superficie empañada, esperando que alguna cobrara sentido. Con la espuma y el vapor deformaba mi imagen, ya extrañada por las manchas de plata oxidada. De cerca aparecerían las imperfecciones: todos los granos, puntos negros y ojeras, todos los pelos encarnados, las entradas y hasta las caries. En el espejo, las manchas me decían que ese reflejo no era yo. Ahora solo veo mi imagen a la distancia, no me siento cómodo de otra manera, nunca estoy listo para los primeros planos.

Cada vez que repito este proceso es una extraña sensación la de verme reflejado a cuerpo completo y no hallarme, sentir que yo, que mi mente está mucho más arriba, como a la mitad de algo, tratando de llegar al final o, al menos, de volver, porque está en un lugar muy lejano al que mi todo no puede acceder. Me miro a través de las manchas y la imagen que me es devuelta soy yo, pero a la vez no: hay cosas para las que las palabras no sirven y quizá por eso las representaciones ayudan. El aire alrededor de mi cara es ajeno a mí; esta es la única cara que conozco, no me identifico con ninguna otra, pero siento que solo la uso y algún día ni siquiera la reconoceré. Toco el agua hasta que mi cuerpo se siente arrugado y fluctuante, obedeciendo órdenes de quien sabe quién, y el raciocinio que permanece adentro se diluye, incapaz de entender nada de todo esto. Sin poder encontrar una manera de explicar, surge una agitación que genera el efecto contrario en mí, que me deja helado y marcando ocupado, siempre.

Recuerdo muchas tardes solo, aburrimiento mitigado por el tedio. Desnudarme al momento de cruzar la puerta de entrada para ir a ducharme después de la escuela era un acto liberador. Gritaba injurias que las paredes me devolvían. Gritaba de nuevo. Los niveles escolares subían y la rutina seguía siendo la misma. Con el tiempo esto dejó de ser divertido, luego volvió a serlo, de forma tal vez irónica, y finalmente se detuvo para siempre, como si me hubiera obligado a comportarme con toda la fuerza de la repetición. Jamás creí que podría enseñarle nada a nadie, menos a mí mismo. Estar equivocado es una noción agridulce.

El baño principal de esa casa fue el lugar donde comencé a repasar mi día, cada día, en una tradición que tardó mucho tiempo en romperse. Sentía cómo ese espacio se reducía capa tras capa de pintura por las remodelaciones anuales, nunca lo suficiente para tener la voluntad de salir. Mientras me bañaba, sacaba conclusiones sobre la sensación general, si fue bueno o malo, si tomé las decisiones correctas. Las reacciones de Ellos variaban, de los murmullos a la risa; la risa era la que más me afectaba, porque solo vagamente podía entender qué la causaba. También podía sentir cuando prestaban atención; ahí es cuando trataba con todas mis fuerzas de no equivocarme, su observación modificaba el resultado. Percibía ese rumor en las sombras tan claro que lo único seguro era la imposibilidad de ignorarlo.

Soy un convencido de que no saber que algo existe puede llevar a la desaparición de la cosa. El que sepa oír, bajo los incesantes murmullos, encontrará la verdad de la historia. Mi situación no ha cambiado. Estoy siendo observado, sí, no puede ser de otra manera: yo soy el protagonista, he sido elegido para ello.

Cada día, mi público me espera. Imagino un genio maligno en la entrada de una fila infinita que rodea el mundo en espiral, circundándome cerca, cada vez más cerca, hasta que despierto. Siento un conjunto de voces inconexas, superpuestas, que se agitan y conversan aguardando el punto cúlmine en que abro los ojos. Luego, solo percibo el silencio de su atención por los acontecimientos de mi vida, como ruido blanco que altera mis sentidos a cada variación.

A veces quiero dar un buen espectáculo, otras solo quiero que me dejen en paz. Quisiera ser una persona normal, aunque ya sea tarde. A fin de cuentas, tengo que ser especial; si no lo fuera, sería muy cruel ser como soy: Apartado del mundo, híperconsciente de la distancia. Si me dejara llevar por mis ansias, podría ser peor, sufriría más, hasta sentir un quiebre ¡y lo mismo podría suceder siendo normal! No, no, no podría vivir de esa manera; entonces, sigo así.

Necesito alguna retribución, que algo bueno salga de todo esto, porque este régimen parece destinado a destruirme. Solo sirve para que resienta más mi posición, traslade la culpa. Buscar una alternativa es inútil. Las preguntas, las respuestas, son frenos. Entonces, solo hay que seguir avanzando.

Desde que mí abuelo murió, volví a ver la primera película que ví en una sala de cine, luego otra, luego otra, hasta que se volvieron mi arsenal, parecía una mejor defensa que la de sus enseñanzas. Saber qué podrían esperar, bajo la concepción de que eran personas como muchas otras, nada más que invisibles para mí. Solamente en mis momentos más bajos es que vuelvo para atrás, me resguardo en los textos, escapo en vez de transformar. Una soledad que persiste en no dejarme solo me ayudó a acopiarme de tantas tramas básicas, géneros y estructuras narrativas como pude. Cambié toda esa información por ojos rojos y secos. Lloré, y llorar ardía. Me asqueé de algo negro hasta el punto de cuestionarme por qué mirar en una pantalla la vida de otros, qué me importa a mí las desventuras de personas inventadas si no repercuten en mi vida, y seguí mirando. Me di cuenta de tantas formas establecidas, tantos tropos, incluso en las mejores películas, que todo se volvió tan claro como monótono; una vez más, alejado de mi realidad, ajeno.

Aprendí tanto que mi sensación de libertad se volvió frágil dentro de cada marco que le aplicara. Preso de mi piel, entre distintos formatos y géneros, nunca encajaba en ninguno. Esa sensación, una vez tan fresca y palpitante, tomó una energía nerviosa, tan defensiva como un animal herido, hasta que esos directores/escritores/actores, Spike Lee, Orson Welles, Woody Allen, se volvieron mis ídolos y resurgió de los confines de la limitación.

Por mi libertad tomé una nueva perspectiva de vida: yo sería el Director y todo estaría visto desde mi lente, incluso lo que otras personas digan pasaría por mi mano, a fin de hacerlos más interesantes, tan especiales como yo. Vi todo de una manera distinta y, luego de mucho tiempo, sentí tranquilidad.

Después de tantas conversaciones conmigo mismo terminé por desconfiar de mi capacidad de hablar con nadie más. Me pareció adecuado. Era el costo de reconocer todas las respuestas comunes, saltos temporales, perspectivas, focalizaciones, estructuras que luego querría deshacer. Ahora tenía muchos modelos y debía elegir: vi protagonistas buenos, protagonistas malos, actores buenos en películas malas, dando su mejor esfuerzo, al punto que uno quiere descubrir en sus ojos la pregunta de por qué tuvieron que aceptar el cheque; pero no, son muy profesionales. Vi a personas actuando como ellas mismas en pantalla.

Nunca los vi a Ellos. Nunca determiné nada de sus formas físicas. Solo sus voces cuando estoy cerca de los reflejos. Sé que me siguen a cada momento porque lo que he hecho cualquier día, en cualquier lugar, es de lo que parecen hablar. Ellos no buscan acción, ni aventuras, ni suspenso, ni terror, no en la forma en que normalmente los concebimos. Podría decirse que en principio les interesa una especie de cine independiente, complejo, contradictorio, del tipo que trata de la existencia y cómo estamos sujetos a ella, sin guía o índice de ningún tipo... Algo que en la televisión de horario central no podría existir, donde se lleva de la mano a los espectadores porque no pueden ni quieren caminar solos ¿por qué lo harían? Solo es ruido de fondo, una momentánea distracción... la que en una sala de cine se verían más forzados a presenciar hasta los créditos. Aunque quizá solo quieren una comedia.

Cuando de lejos me veo a mí mismo reconozco belleza, y es como un castigo, una responsabilidad de hacer algo con ella, llevar a otras personas a aproximarse a mí y hacer de alguna manera que ignoren lo horrible que sucede de cerca. Si ante los reflectores que me ciegan cumplo mi función, es solo situado entre claroscuros que reaparece el miedo por el daño que puedo hacer con mi presencia.

Si fuera gordo, o muy flaco, o muy bajo, si mi cara no fuera angulada y mis ojos no brillaran, podría enfocarme en mi interior, pero no... me eligieron bien. Incapaz de tomar una decisión, me veo obligado a perder el tiempo aprovechando cada segundo, a buscar hacer algo con mi juventud que cada vez me da más pena; aunque sea efímero, un éxito para que lo que soy se torne relevante a la gente que no me conoce, porque solo así podría generar una conexión a distancia. Todo me hace creer que para evitar tantas complicaciones solo debo juntarme con gente como yo. Pero no hay gente como yo. En todo momento me siento como un niño con canas: vibrante, con la libertad de pensar lo que quiera respecto a lo que hará consigo; también me siento como un adulto que se siente un niño: incapaz, prohibido de hacer lo que piensa.

El agua se enfría. Pienso que hay dos momentos en que empieza la vida real: cuando por fin establecimos una rutina controlada, que sabemos que no cambiará a menos que nosotros lo hagamos en acciones de un instante, como golpear a la persona incorrecta o decir todo lo que sentimos de una vez; o cuando, una vez que nos creamos independientes, cambiemos el rumbo cuantas veces queramos. Independencia y control. Mientras la independencia es únicamente nuestra, tratamos de controlarnos para no implosionar ni explotar, porque nada podemos hacer para controlar a los demás. Nada. Intentarlo, sin embargo, es muy seductor.

Manejar estas dos vertientes aparentemente opuestas, incluso en los momentos en que todavía vivimos en casa de mamá y papá, es todo lo que se necesita para ser conscientes. Para algunos esta realidad nunca empieza. Yo, ajeno y parte fundamental de este sistema, sigo buscando este equilibrio. Todo indica que ese camino está lejos de acabar.

Con un principio difuminado y un final, igualmente difuminado, es como las personas coinciden, solo en eso, en errores, malentendidos y grandes fijaciones que podemos aprender a tolerar. Si fuera solo eso, podría permanecer afuera. Y sin embargo, no puedo evitar la sensación de que hay una pieza fundamental que me elude, acaso la más importante.

Un escalofrío recorre por mi cuerpo. Vuelve mi mente. El espejo grande ya no está. Nunca sé cuánto tiempo estoy aquí, parado en medio del baño de mi departamento, observando mi cuerpo sin entrenar, flojo de inactividad, para consolarme con esa cara que a veces no reconozco, pero es tan bella que duele no conseguirle mejores roles. Salgo de la bañera para secarme. La frustración es insoportable. Me quedé pensando de nuevo y eso seguramente niegue un final, mi final.