Consumida

09.12.2022

Él quería todo de mí y nunca era suficiente. Desde chica no conocí más que su mundo, el que reconocía cada vez más opresivo mientras crecía.

En un principio creí que se interesaba por nosotras. Y lo hacía, sí, solo no en la forma en que pensaba. Mi madre me tuvo en su estancia, y él decidió que me quedara allí con ella, como si fuera un mandato irrevocable.

Pasé mi infancia a través de una neblina en la cual lo que estaba bien y mal se difuminaba en la conformidad de sentirme segura, protegida, libre. Una ilusión que se mantenía solo porque no podía ver dónde estaban las cercas.

Cuando fui más grande me empleó a mí, como lo haría luego con mis hermanas pequeñas. Todo parecía ser una gran competencia para ver quién le daba más. Era como un juego, uno arreglado para que él siempre fuera el ganador. No me di cuenta qué pasaba. No conocía otra vida que esa, así que veía a mi mamá para tratar de imitarla. Pronto pude hacerlo mejor que ella. Era más joven, más fuerte, nunca me quejaba: todos los elementos necesarios para volverme su favorita.

Las señales estaban ahí, pero era muy joven para darme cuenta. Estaba muy distraída por la atención que me daba. Si mi mamá hubiera sabido cómo trasmitírmelo, sé que lo hubiera hecho. Pero no sabía cómo. Los sacrificios que hacía eran tan obvios como invisibles cuando no sabés que las cosas pueden ser de otra manera. Esa era toda la vida que ella conocía también: ser fuerte, solo no más fuerte que él. Quizá si ella hubiera flaqueado me habría despertado antes.

A la distancia, lo único que puedo identificar es que no era feliz. Pero como nunca decía nada, no lo noté hasta que fue muy tarde. Sus movimientos se hicieron más lentos, su producción se redujo a miserias. Pronto la colocaron en otro cuarto donde no podía verla tan seguido; recuerdo apenas sus ojos, tristes y acuosos, vaciados de su ímpetu vital, proyectando el mismo silencio que el resto de su vida.

Y un día, ella desapareció.

***

Todo siguió como si no hubiera pasado nada. Por mucho tiempo no obtuve una respuesta directa acerca de su paradero. Solo lo sospechaba, con el terror de admitirme a mí misma que sabía la respuesta.

Pensé entonces en mi padre. Nunca lo conocí, y ahora nunca podría saber quién era. ¿Sería como él? ¿Sería distinto? ¿Siquiera sabía de mi existencia? ¿Podría hacer algo para evitar todo esto o ayudaría a mantenerlo? Solo sé que no es porque no está, y no hay nada que pueda hacer al respecto.

Venía gente de todos lados a visitarnos, nos elegían como trozos de carne, y se iban. Seleccionaban algunas y el resto éramos descartadas, hacinadas en una pequeña habitación donde casi no teníamos espacio para movernos, como ganado. Muy difícil definir si era peor irse o quedarse, pero no teníamos opción. A mí me conservaba algo aparte del resto, pero ya no sentía engreimiento por ello, no era un motivo para sentirme superior, solo el leve alivio de evitar lo desconocido: otros hombres quizá aún más salvajes que él.

Su actitud comenzó a empeorar cuando se cayeron nuestras ventas. Decían que no teníamos la suficiente calidad, que estábamos pasadas. Su semblante se enfrió. Las cosas que hacía al menos con humor ahora eran con irritación, con apuro. "Cándida, apurate", "Cándida, así no llegamos a fin de mes", "Cándida"...

Andaba con las otras, lo sabía. No las odiaba, compartía sus penas. De todas quería lo mismo, insaciable, se violentaba de no conseguirlo. Aprendí a mantenerme unida a ellas porque solo así podíamos permanecer en pie. Cumplir sus incesantes demandas nos situaba al borde de la perdición. Algunas desfallecían de agotamiento. Lo ocultábamos porque mostrarlo era peor.

Cuando quería comunicarme con él parecía que no habláramos el mismo idioma. A cada intento era una mirada llena de odio, odio por qué, odio al fin, al que me tenía que reducir para no agrandar. Mi único recurso era reafirmar mi debilidad, aceptar sus represalias, exhibir los resultados, esperar sus cambios, siempre abruptos y circunstanciales, como si pudiera convertirse en otra persona por un momento, dándome ilusiones de que eso era una posibilidad hasta que ya no las tuve más; pero seguía siendo un descanso.

Su frustración y desprecio por todas llegaron hasta un punto en que yo era igual que cualquier otra.

- Vos sabés que acá si no producís, te vas. ¿Entendiste?

Le respondía como podía, con mis pocas fuerzas, con un hilo de voz. Pero él no lograba entenderme. No quería hacerlo tampoco.

- Vas a parar en el fuego como tu madre vos.

***

Tanto amenaza como revelación, la certeza de su verdad encendía mi miedo con todo el calor de un hecho. El tiempo siguió pasando, y cada vez me sentía más débil. Mi sufrimiento, mi cansancio era como parte del sistema, no de mis pesadillas; o quizá mis pesadillas fueran parte del sistema.

Aun así, me seguía llamando su favorita, lo cual ya no era más que una mentira: me levantaba con el primer rayo de sol como todas y a duras penas lograba conciliar el sueño por las noches. Solo obtenía un poco más de alimento que las demás y el beneficio de un trato, apenas, más humano, vestigios de un tiempo pasado.

Incluso me elogiaba frente a todos sus amigos, y los empujaba a tomar mis servicios.

-Les presento a Cándida, mi joyita, la favorita de todos los clientes. ¡Ella solita podría mantener todo este lugar!

Ser la favorita tuvo un significado distinto desde que me pusieron en el nuevo cuarto. Todos los días era igual. Ya no sentía, solo era una máquina. Estaba abstraída del trato animal que sufría mi cuerpo, y regresaba de ese abismo con la certeza de que esta gente no podía ser humana para hacer algo así. ¿Qué diferencia teníamos con ellos para sufrir este trato? ¿cómo podían ser tan dulces personas con sus madres, hijas, y tan bestias con nosotras? Estos eran los interrogantes que no me dejaban dormir. Con deseo y crueldad, éramos solo objetos para despreciar y abusar a la vez.

Odiaba que me tocaran. Sus manos torpes lastimaban mi piel. Con presión, con fuerza, con descuido. Más sufría yo, más placer sentían ellos. Podía verlo en sus ojos. Esos ojos vacíos, masoquistas, que se encienden solo al ver sufrir a quien consideran inferior.

Como si fuera poco, competían entre ellos. Se regocijaban en una carrera sin fin por ver quién era el más macho (o así decían), quién había logrado dominar a más de nosotras. Quién nos había hecho gritar más. Cada descarga eliminaba hasta el último resabio de orgullo propio, de dignidad, aún de la mínima voluntad de vivir.

Él se dio cuenta de mis cambios y me dejó de lado. Descartada como apta solo para satisfacer a sus clientes menos exigentes, eligió a una de mis hermanas como su nueva favorita, con la esperanza de que yo le diera una nueva progenie que siguiera las enseñanzas de aquel patriarca.

Recién ahí, cuando estuve en la misma situación que mi madre, pude entender quién era mi padre: cualquiera. Con la confirmación de mi embarazo quise romper el ciclo. No podría permanecer ni un minuto más en ese antro de mala muerte.

Aproveché un descuido y corrí. Él me persiguió hasta los límites de la estancia, con la misma furia de siempre, pero paso a paso su impulso perdía fuerzas, tropezó y se cayó. Arrastré la cerca varios metros hasta desprenderla de raíz, lastimando mis ojos y mi cara. Lo había logrado. Nadie se volvería a aprovechar de mi cuerpo. Nadie volvería a usarme ni extraería leche de mis ubres. Y nadie, pero nadie, haría que mi hija cumpliera el mismo destino que mi madre y el mío.

A causa de la sangre que cegaba mi visión, solo podía escuchar a mis compañeras, mugiendo sus lamentos, incapaz de salvarlas a todas. Por ellas es que cuento mi historia. Por la esperanza de que algún día no terminemos más así, consumidas hasta los huesos.


"Consumida" fue publicado en Cinética Revista en el año 2021.